Hecatombe


1
En el mercado de la Villa,
a propósito de una col,
unas docenas de macizas
se tiraban del moño, ¡ay, Dios!
Los munipas fueron, incautos,
a caballo, en moto o a pie,
al reclamo del altercado,
a mediar, yo no sé por qué.

2
Pero siempre en las algaradas
se observa una regla ancestral:
si se trata de darle a un guardia
los contrarios firman la paz.
Así que estas furias, al punto,
se vuelven contra el batallón
y nos dieron, os lo aseguro,
un buen rato de diversión

3
Al ver las huestes de la pasma
a dos pasos de sucumbir,
¡cuánto gocé!, pues me entusiasma
ver cómo doblan la cerviz.

Desde mi casa yo aplaudía
la audacia y la ferocidad
de estas furias munipicidas
al grito de “¡A por ellos!, ¡va!”

4
Una de ellas, que da somanta
furiosamente a un oficial,
le hace gritar: “¡Mueran los guardias!
¡Muera la ley!, ¡Viva el azar!”
Otra de ellas con mucha traza,
sacando a un gilí del montón,
le mete el cráneo entre sus nalgas
y las cierra cual mejillón.

5
La más gorda de aquellas damas
se quita su holgado sostén,
y aporrea a golpes de mama
a los que escapaban por pies.
La feliz proeza sin nombre,
según la opinión general,
fue la más sonada hecatombe,
fue una tunda espectacular.

6
Satisfechas con la paliza,
de regreso a su ocupación,
discurrían estas macizas
un castigo mucho peor…
Estas furias -ya ni me atrevo
a decirlo, de tan vulgar-
les hubieran cortado aquello
que no tenían, ¡menos mal!
les hubieran cortado aquello
que no tenían, ¡menos mal!

La «Sarasate» arengando a las verduleras
en la plaza de la Cebada, Madrid

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